A vivir se ha dicho

Por Silvia Sánchez

El resucitado de Lorenzo Quinteros

Hace poco, Ricardo Bartís - uno de los directores más prestigiosos de la escena teatral porteña- sugirió a un puñado de gente que no se perdieran la experiencia de ver El resucitado, una obra chiquita y triste.
Como casi siempre, Bartís tenía razón.

El resucitado, la obra chiquita y triste, se presenta en el teatro Andamio 90 bajo la dirección de Roberto Vilanueva y la actuación de Lorenzo Quinteros, con el acompañamiento de Daniel Zaballa.

El espectáculo se presentó por primera vez en distintas ciudades de España allá por 1981, estrenándose en nuestro país en 1982. A partir de allí y debido al éxito que obtuvo, se desarrolló un programa de giras y temporadas por el interior de la Argentina, Montevideo y también por Santiago de Chile.
Entonces, eran los tiempos en que el campo teatral argentino llevaba a cabo Teatro Abierto, una maratón de teatristas con estéticas diversas, que se unían con el fin de resistir a la dictadura militar desde el campo del arte. Época en la que el teatro se debatía entre dos tendencias: por un lado el realismo - del cual Tito Cossa es era mas fiel exponente- y por el otro lo que algunos llamaron teatro del absurdo, en el cual militaban figuras como Griselda Gambaro y Eduardo Tato Pavlosky.
En ese contexto, El resucitado parece acercarse a estos últimos, o al menos, hacer un intento por renovar el lenguaje teatral a partir de la explotación de sus elementos constitutivos. Aún hoy, a veintidós años de su estreno, El resucitado sigue siendo – obviamente mucho menos que por aquel entonces - resistente al realismo más tradicional.

La obra, basada en un cuento de Zola - La muerte de Oliver Becaud – narra el itinerario de este personaje ya sin vida, interpretado por Quinteros.
Pero Roberto Villanueva decide desafiar las convenciones que por entonces dominaban: no se trata aquí de un traslado del cuento a la escena, sino de un cuento contándose, de un texto o una literatura que bien podrían leerse pero que aquí se ven, un texto o una literatura convirtiéndose en su propia puesta en escena.
Oliver relata los itinerarios que sufre luego de muerto: el dolor de dejar a Margarita - su mujer a la cual ama- los celos que le provoca Simono - un joven adinerado que le ofrece a Margarita dinero y consuelo- la espera del “medico de muertos” antes de su encierro en un ataúd, la desesperación dentro de ese ataúd contra el cual lucha con todas sus fuerzas y todas aquellas cuestiones que tanto intrigan a los que aún no las han vivido.

El decorado –apenas una sabana blanca con una ventana dibujada- y el vestuario -siempre el mismo- revelan una puesta pequeña, o chiquita, como dice Bartís.
Los personajes están interpretados por Quinteros y Daniel Zaballa, el barbudo ayudante de Oliver –que aquí es una atracción de feria- que oficia de medico, enterrador, o la que la circunstancia dramática le requiera. También Quinteros intercambia roles: es Margarita, es Simono, es una vecina mala que se alegra con su muerte. El trabajo de Quinteros se destaca desde el inicio de la obra, con un sólido manejo del cuerpo y de la voz, los únicos instrumentos de los que se sirve para caracterizar a los diferentes personajes que encarna. Su Oliver es un muerto que al parecer siempre lo ha sido. Con una vida pequeña y triste, como decía Bartís, pareciera agigantarse más en la muerte contra la cual, acaso por primera vez, lucha y se desespera.

Por eso es triste, porque Oliver es un resucitado que solo puede serlo después de muerto. Es un vivo en la muerte y un muerto en la vida.
En esta puesta austera, Villanueva introduce sin embrago ciertos elementos significativos, sobre todo veinte años atrás: grandes figuras y muñecos (como un periférico de los objetos de los ochenta) que representan a los personajes que siguen viviendo.

Mención aparte merece la escena de la proyección: Oliver –el muerto- le cuenta al publico su vida a través de una pequeña cámara con la que proyecta pequeñas diapositivas en la que desfilan momentos claves de ella: su infancia, el día que la conoció a Margarita, su casamiento. Una música triste acompaña la emoción y la euforia de Oliver al “revivir” las escenas del pasado.

Las imágenes son difusas, dibujos inexactos, borroneados, esquivos. Como si la vida estuviera lejos, bien lejos. Como si no existiera. Algo que no es problema para Oliver que ya esta muerto.

Pero si para los espectadores, que acaso comprendan en ese momento, lo importante que es tejer instantes claros, exactos, vaciados de muerte. Para poder al menos contradecir a Bartís y decir que la vida ni es chiquita. Ni triste.