Un agudo Woyzeck

Por Silvia Sánchez

Con una impactante actuación de Guillermo Angelelli y una más que interesante puesta en escena, Woyzeck brilla y hace reflexionar.

En la sala Casacuberta del Teatro San Martín suceden milagros: de la mano de Ricardo Ibarlucía (responsable de la versión), Emilio García Wehbi
(responsable de la puesta en escena y de la dirección), de Guillermo Angelelli (en el rol de Woyzeck) y de un elenco con luz propia que incluye hasta a un loro, el Woyzeck de Georg Buchner no solo estremece sino que resulta un durísimo espejo de la época en la que vivimos.
“Quien decida llevar a escena esta obra puede ponerle distintos acentos”, dice el poeta Celan respecto a la obra en cuestión. El acento elegido en esta versión (que delata la violencia inherente a todas las épocas) es para la dupla Ibarlucía -Wehbi, agudo. Acaso porque la violencia haya sobrepasado los límites más impensados, acaso porque la actual sea más grave que lo grave: un aullido, un grito, un chillido ensordecedor. Lo agudo como concepto y como sonido.

Y porque la violencia ha sobrepasado los límites de lo posible -y hasta ha dejado empequeñecidos los tristes y apocalípticos pensamientos de Adorno- acaso por ese motivo esta obra -que habla de crímenes, con resonancias de campos de concentración, torturas, verdugos, servidumbres- solo pueda ser concebida en ese espacio que se despliega en la sala Casacuberta: un circo.
El espacio de la risa trágica, ese espacio circular que nos encierra y del cual no podemos salir, esa “feria de monstruos”, esa “jaula de hierro” que para el responsable de esta versión, es el mundo.

La tercer obra del alemán Buchner está basada en un hecho real: Franz Woyzeck es un soldado raso que hace trabajos extras para un capitán y se entrega a los experimentos perversos de un médico que -para probar ciertas teorías- lo obliga a alimentarse solo con garbanzos (reemplazados en esta versión circense por pochoclos). Semejante dieta lo altera, y al enterarse que Margarita -su amor- lo engaña, la mata a puñaladas.
El tono agudo de la versión en la que Angelelli deslumbra desde el inicio al fin, es una lectura nueva, una resignificación que contempla no solo al Woyzeck original sino a todas las lecturas que de él se han hecho y que se incorporan al mismo, manteniéndolo productivo.

Woyzeck es el texto nacido de la pluma de Buchner allá por 1836 durante su exilio político: un texto que da cuenta de la violencia del contexto en el cual fue escrito. Pero también es el de Herzog, el que Artaud imaginó, el que hoy se mezcla con poemas de Celan y fragmentos de Kafka y Goethe. Woyzeck es la “herida Woyzeck” siempre abierta, siempre vigente, siempre distinta e igual.

El Woyzeck de Ibarlucía y de Wehbi (uno de los creadores del ya emblemático grupo El Periférico de objetos) presenta -en consonancia con su tiempo- una multiplicidad de materiales significantes que -a modo de collage- conforman una inquietante melodía aguda: un espacio configurado como un circo, textos de la obra original pero también de otras obras del mismo autor, fragmentos de poemas, música en escena, un charlatán de feria que dialoga con el público como un enviado brechtiano para sacudir conciencias,
y una insólita galería de personajes que juegan con diferentes registros actorales.

Woyzeck es el asesino, pero en verdad, es también la víctima de una sociedad asesina. Y cuando en su violencia más radical acuchilla a Margarita, uno no puede dejar de pensar en aquello sobre lo cual reflexionó el filósofo Todorov respecto a los campos de concentración: ¿cómo conservar la moral ante la inmoralidad?, ¿cómo seguir siendo un
hombre frente al límite?. Y Angelelli -en una composición que roza lo magistral- parece darnos la respuesta, o al menos, acercarnos a ella: frente al límite y reducido a la animalidad, al hombre solo le queda la gravedad del grito.