SEX según Mae West

Por Silvia Sánchez

Solo hay dos cosas que un hombre y una mujer pueden hacer en un día de lluvia: y a ellos parece no gustarle la televisión.

“El capitalismo es la prehistoria de la humanidad” decía Marx. No Groucho, ilustre decidor de frases célebres, sino Karl, otro ilustre decidor que al parecer, se equivocaba bastante poco. Y fue Allen -heredero de Groucho- quien dijo que “masturbarse es hacerle el amor a la persona que uno más quiere”.

Juego de citas para hablar de Sex según Mae West, la puesta de Luciano Cáceres que sobre texto de René Pollesch, se está llevando a cabo en ese espacio redentor llamado El Kafka.
Juego de citas porque en esta “pornografía emocional” llamada Sex según Mae West, se habla durante una hora y media del capitalismo y de su inmersión en el hogar, en los individuos, y en su sexualidad.

Y cuando uno dice “se habla” debe retrucarse a sí mismo: en Sex según Mae West, se grita. Acaso como auxilio, acaso como bala para quebrar el encierro en el que el capitalismo con sus consabidos hábitos y habitualidades (consumo, histeria, soledad) nos pone. Algo de aquello del Marx mayor: un sistema animal que fabrica animales.

Interesante juego el de Pollesch (uno de los autores malditos del teatro alemán) y el de Cáceres, pues ponen en evidencia y desarticulan, todos los lenguajes impuestos, hasta el teatral.
De un modo atípico para el teatro más tradicional pero acaso con lo que ya empiezan a ser “repeticiones cacerianas” (como recurrencias de una estética, como marcas de autor, no como síntomas a desterrar), la puesta del joven actor y director argentino abre el juego no solo sobre los límites del sistema teatral.

Abre el juego -y no lo cierra y he de ahí el dolor de cabeza para el espectador- sobre los límites de otro sistema también: el capitalista. Y es cierto que lo hace con “texturas” variadas (pantallas de video, cámaras que registran a las actrices, reportajes del periodista Bazán proyectadas en esa pantalla frontal), pero las mismas no ponen en riesgo al teatro: en todo caso lo discuten, lo enriquecen, hacen que los críticos se rompan la cabeza con nombres para categorizar (¿teatro semimontado?..Hum…. ¿teatro?... ¿pero teatro qué?).

Lo que sí se pone en riesgo, o mejor dicho, lo que sí se quiere poner en riesgo desde el discurso teatral, es al otro sistema, al capitalista. Y por eso Sex según Mae West, es como la propia Mae West: aquella cantante, guionista y directora que vivió casi cien años y quien a los 34 fue a la cárcel por escribir, protagonizar y dirigir precisamente Sex.

Sex según Mae West y Mae West son una provocación.
En escena, tres actrices (Ideth Enright, Dolores Ocampo, Cecilia Rainero); un actor que las persigue, que se tapa los oídos para no escucharlas, que le vende al público desde vauquitas hasta tapones (Héctor Bordoni), y un apuntador (Sergio Aiello). Un lenguaje verbal que intenta denunciar pero que en su repetición compulsiva, deja de significar (en un momento dado, una de la actrices detiene su verborrágico parlamento y manifiesta “no entender” lo que está diciendo, mas allá que tanto Pollesch como Cáceres se lo hayan explicado), una proliferación de imágenes que nos muestran “todo” y más caravanas de repeticiones compulsivas: el sexo, el consumo.

Y en medio de tanto pesisimismo, el alivio. Esos espacios donde el sistema falla: cuando los actores están al alcance de nuestra mano y los podemos tocar, cuando la pantalla logra de verdad resultarnos un “rectángulo bobo”, cuando bailan cerquita nuestro y hacen coreografías ochentosas que nos acarician el alma, cuando nos muestran sus fotos, esas singularidades, esos momentos compartidos, esas capturas de la vida real, esas “detenciones” que poco tienen que ver con la rapidez de lo que se oye.
Luciano Cáceres hace entrar a sus actrices como si fueran modelos, las pasea por una pasarela, hasta pone su propia imagen colgada de la pared. La “mostración” de Cáceres es como una nueva abjuración, como una suave Saló, aquella película obscena en la que Pasollini denunciaba la obscenidad.

El cuerpo, era para el italiano el lugar sagrado, el lugar que aún estaba a salvo -a través del sexo- de la domesticación. Así pensaba Pasollini hasta que el capitalismo también arrasó con él, con el cuerpo y con el sexo como lugares de resistencia.

Así parecen pensar Pollesch y Cáceres con algo más de humor y acaso optimismo. Porque a la solitaria masturbación de Allen, se le contraponen cuerpos que bailan y se encuentran. Entonces podemos soñar con que el capitalismo a veces se equivoca. O para ser más reales: que a veces nos da una tregua.