Nuevas mujeres de carne podrida (Piel de chancho)

Por Silvia Sánchez

El binomio conformado por José María Muscari y María Aurelia Bisutti, presenta Piel de chancho: una combinación rara...pero encendida.

José María Muscari -el chico talentoso, inquieto y provocador del teatro “alternativo”- tenía escrita Piel de chancho desde hacía ya dos años. Mientras veraneaba, había pergeñado la historia que otra vez lo remitiría al universo de las mujeres: esta vez se trataría de una abuela que debía transplantarse piel de chancho porque en un incendio, su rostro había quedado desfigurado. Saldo ligth para la abuela si se tiene en cuenta que en ese mismo hecho, las dos hermanas habían muerto. La obra se completaba -a modo de fresco generacional- con una madre con tendencias lésbicas que en una librería vendía pinturitas “Faber Castell” y una hija con bulimia y anorexia que creía encontrar en la danza de Fairuz la solución para quemar la grasa de un invisible (y envidiable) abdomen.

Muscari tallaba por entonces mujeres que -como él mismo afirma- hicieron difusos a los hombres. Y mientras el joven escribía a orillas del mar, esas “mujeres de carne podrida” iban cobrando forma y color. Un color rojo, que de paso subtitulaba a la obra (Fuego entre mujeres) y que remitía -casi sin sutilezas- a ese universo femenino a esta altura “tan muscariano”.

Pero el niño rebelde –el que quiso hacer Medea con Moria Casán, el que a sus alumnos los hace decir textos de Susana Giménez– esperó para subir a escena la obra porque entre la escritura a orillas del mar y el estreno, hubo un fuego que se llamó Cromañón. Y ese fuego si bien agitó algunas aguas, a las de José María las tranquilizó: la provocación se tomó un respiro. Y aunque el escenario del Teatro del Pueblo hoy se vea poblado de matafuegos, el joven ha suavizado un poco la apuesta: no sólo por la espera, sino porque en Piel de chancho, su rutilante presencia le cede paso a tres actrices y la desmesura de signos a la que suele acudir -contradictorios, en fuga, mutantes- se tranquiliza para que una historia pueda ser contada.

Para José María Muscari se trata de contar una tajada y en esa tajada, su abuela Aída, su mamá Cuqui y vaya a saber uno cuántas mujeres más, dicen presente en toda su condición.

En una casa claustrofóbica tres mujeres “conviven”: la abuela Naná (interpretada por María Aurelia Bisutti), su hija Ingrid (interpretada por Armenia Martínez) y su nieta Luisa (interpretada por Laura Espinola).

En esa casa –poblada de elementos kitsch e inundada de colores rojos- las tres mujeres “se sacan chispas”. La abuela -que no para de hablar y de hacer oído sordo a los maltratos-, la nieta -agresiva con ella y el mundo ajeno- y la madre -medicada, un tanto alterada y de sexualidad indefinida, lo que demuestra que también los hombres han forjado mujeres difusas-, conforman un trío que apelando al humor más corrosivo, se acerca a lo terrorífico.

Esa casa guarda las frustraciones, los deseos insatisfechos, la carne podrida que por años, las tres mujeres han tolerado. Pero como se trata de un director que no se anda con medias tintas, en esa casa se dice lo que no se puede decir, lo que debe permanecer oculto y silenciado para que las cosas funcionen, para que la familia ”sea”.

La provocación -a diferencia de otras puestas de Muscari como por ejemplo Electra shock- aparece en ese silencio que debe permanecer oculto y que el director desnuda para confrontar al espectador de una manera radical.

Así, cada una a su turno, las tres mujeres tienen un monólogo que dicen casi de cara al espectador.
Ingrid cuenta su miserable vida y en un registro “patético” sus años idos y “fallados”, no hacen más que provocar una risa llena de angustia. Poblado de citas “arcaicas”, populares y televisivas (por ejemplo cuando cuenta su amistad con Hanke de la tienda Los Amigos, una emblemática casa de ropa de Villa Urquiza que ya no existe más pero que en su momento vestía a Mirta Legrand) el monólogo de Martínez (la doctora mala de la novela Resistiré) resulta uno de los mejores momentos de la obra.

Luisa también hace lo propio cuando a las palabras las acompaña con la mostración de los dedos que le facilitan el vómito aliviador, o cuando evoca un recuerdo temprano de sus ocho años: el día que vio a la lengua de su madre enlazarse con la lengua de otra mujer, con la de la mamá de una compañerita del colegio.

Ingrid -con un humor corrosivo- nos relata un pasado espantoso. Luisa -en un registro más sombrío- nos confronta con una perspectiva aún peor: lo nuevo está podrido de antemano, desde temprano, desde siempre. A Ingrid la felicidad parece habérsele escapado. Luisa nunca la conoció.

La abuela, que ha quemado viva a sus dos hermanas con un calentador y ha sobrevivido, seguirá siendo la sobreviviente de esta multitud perversa de mujeres, como las define el autor. Porque al final de la obra, cuando otra vez la historia se repita (pero esta vez con un calefón en lugar de un calentador) la explosión se llevará solo a Ingrid y a Luisa.

La abuela es -paradójicamente- la que menos podrida tiene la carne: Ingrid no se atreve a ella, Luisa se la arranca. La abuela en cambio -con su piel de chancho transplantada, con su vestido negro soñando ser Rita Hayworth, desobedeciendo la cantidad de galletitas diarias sugeridas por el médico- sabe de metamorfosis, de pieles, de cuerpos entregados. La abuela es -como el director afirma respecto de su propia abuela- la que sirve, y la que “sirve tanto”.

Acaso una mirada hacia atrás de Muscari, un homenaje en color sepia y “sabor María Aurelia”, un rescate de lo amarillento ante tanta posmodernidad difusa, poco inteligente, “quemada”.

Un homenaje a lo Muscari, claro está. Si en la exitosa Nunca estuviste tan adorable (ahora repuesta en un teatro comercial) Javier Daulte homenajeaba también a su abuela pero desde la inocencia y desde una mirada amorosa, acá el homenaje adquiere el gesto de una mirada corrompida y patética. Si en Daulte existe un final reparador a puro blanco, en Muscari sólo existe un rojo de sangre, de fuego, de abuela. Si allí la abuela era adorable, aquí es la gozosa asesina de cuices, de hermanas, de hija y de nieta.

María Aurelia Bisutti - en una sorpresiva actuación- se burla también ella del olor a podrido del ambiente. La audacia la alcanza: poco tiene que ver con esas señoras que salen de la sala un tanto escandalizadas porque la nieta se depila la vagina en escena o porque la madre ve (y hace ver a los espectadores) películas de sexo explícito.

La abuela se ha “regenerado”. Y no sólo la piel.