La desgracia de ser público

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Por La latigante

Hay veces en las que ser público es lisa y llanamente una gran desventaja. Ellos (los artistas) nos tienen atrapados entre sus garras, tienen la voz y el voto, y nosotros, pobres mortales, no podemos decir ni mu.

No lo digo solamente (como seguro deben estar pensando) porque el espectáculo elegido sea un bodrio y no podamos escaparnos de la sala. Lo digo porque en estas ocasiones que menciono la cosa es bastante más sutil.
Me pasó hace muy poco.
Resulta que no hace muchos meses que estoy saliendo con un señor que es un bombón: alto, fornido, cultísimo, amable y buen amante (¿qué más se le puede pedir a la vida, chicas?), y para homenajearlo le dije: “¿No tenés ganas de ir al teatro?”. Por supuesto dijo que sí. Como ambos admiramos la producción cultural y filosófica alemana le sugerí ir a ver una de Peter Handke que daban en el Centro Cultural de la Cooperación, dirigida por Leonor Manso. Pensé que tanto el dramaturgo como la directora me garantizaban el éxito.
La cuestión es que quedamos en encontrarnos en la puerta. Llegué antes, saqué las dos entradas (¡cómo me dolieron esos cien mangos!), y ncuando mi candidato se hizo presente entramos en la sala en cuestión.
Empezó el espectáculo. Y a los 35 / 40 minutos llegó a su fin, un fin que solo pudo ser percibido por el público presente gracias al pequeño detalle de que los actores dejaron de actuar y se dirigieron a proscenio en busca de aplausos.
Resultado: aplausos apagados, de compromiso, puestos en práctica por personas que mientras hacían chocar sus palmas seguramente pensaban: ¿Y esto?.
Creo que cobrarle a la gente 50 pesos (hoy en día no es poca plata) para ver un experimento de 40 minutos sin advertírselo es, por lo menos, deslealtad comercial. De lo artístico que opinen los criticos.
Yo, público, he dicho.