Hoy como ayer (Babilonia)

Por Silvia Sánchez

La puesta de Mosca rescata la vigencia del gran texto discepoleano.

Estampas de un país tejido con inmigrantes, pobres y ricachones. Eso fueron las obras de Armando Discépolo, autor nacional por excelencia y creador del grotesco criollo, poética que tensó lo cómico y lo trágico para hablar de una sociedad heterogénea pero modelada bajo la premisa del ser nacional.

Solo o con su hermano Enrique Santos, Armando Discépolo ha dado a luz las obras más “clásicas” de nuestro teatro. Babilonia es una de ellas: espejo escrito en clave teatral de esa sociedad ecléctica y de esa tensión de lenguas, culturas y jerarquías que le dieron una fisonomía muy definida a la Buenos Aires de entonces.

Muchos años después, la idea de la diversidad cultural vuelve a aparecer, aunque la ropa y la modalidad que adquiere hoy, poco tenga que ver con la de aquel entonces. Aún así, Babilonia plantea (y se sospecha que lo hará por los siglos de los siglos) esa lucha despareja y despiadada entre ricos y pobres, y esa desesperación por no quedar fuera de la repartija, al precio que sea.

Roberto Mosca, director de la pieza que se acaba de estrenar en el Teatro de la Ribera, conserva el espíritu original del texto que tiene -mal que nos pese- resonancias que llegan hasta nuestros días, aunque por momentos, ciertos personajes y situaciones nos resulten algo viejos en sus caricaturas.

Todo sucede en la cocina de la casa de unos nuevos ricos y es interesante en tal sentido, como el espacio va configurando a las clases sociales de la pieza: abajo los criados y subiendo la escalera, los señores de la casa y la niña rica.

En ese abajo -y alejado de un maniqueísmo que se agradece- Discépolo traza personajes que escapan a la linealidad, a los que su condición no los hace mejores personas ni los pone a salvo de las miserias humanas. Como ese mucamo gallego que por conservar su empleo, es capaz de robar un collar y ponerlo en el bolsillo de su contrincante en el puesto para liberarse de la competencia. La famosa “picardía nacional” (para decirlo de manera suave) desparramada entre todos los personajes: entre los de arriba y los de abajo.

Lo que sucede arriba, llega de manera fragmentada a ese subsuelo minado de nostalgia y debilidad y en tal sentido, la escenografía de Almada aporta aciertos.

Con todo el muestrario de personajes que una pieza es estas características debe tener (una mujer sufriente, otra de mala vida, un porteño atorrante, un tano chinchudo, una francesa borrachina), las actuaciones son buenas en líneas generales -aunque a algunos personajes no logra escuchárselos- y Cherubito -como la mucama gallega- da clase de cómo morderse prejuicios.

Mosca, en el rol de Piccione, el chef napolitano, cierra la puesta con un parlamento que resume el espíritu de lo que escribió don Armando allá lejos y hace tiempo: ni con los de arriba ni con los de abajo, primero te soban y luego te escupen.

Faltan los del medio para poder terminar esta nota, diciendo que cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia.