Al revés del mundo

Por Silvia Sánchez

Noche de reyes.

La pregunta del millón: ¿cómo se pone un clásico hoy? ¿cómo hablamos de la posmodernidad sin ser “tan” posmodernos?. Con la elección de Noche de Reyes de Wiliam Shakespeare, Declan Donellan (director, escritor y dramaturgo británico) parece darnos la tan ansiada respuesta: no se trata de mezclar un poco de cualquier cosa. Así sale cualquier cosa. Es más: casi que ni se trata de mezclar. Mucho menos de decir cosas sin sentido. O de fabricar miles de imágenes tan fugaces como la cabeza del que las ideó. Se trata -en todo caso- de lo que alguien llamó -hace muy poco y si es que existe, a Dios gracias- el fin de las pequeñas historias. Es decir: el regreso a las grandes. Que no las hay muchas. Como si dijéramos, señores: lo mas posmoderno hoy, es ser lo menos posmoderno que se pueda.

Noche de reyes no solo es una gran obra, sino que vuelve a ratificar una verdad tan gastada pero no por eso pasada de moda: Shakespeare era verdaderamente un monstruo (él preferiría la palabra espectro pero aquí la evitamos ya que nos da la sensación de algo liviano e incorpóreo, aunque para no disgustarlo, podríamos aceptarla baja la idea de que lo sería, en tanto que -al igual que los espectros-
siempre está retornando).

Donellan acierta y nos da la respuesta, porque elige una comedia de enredos, una comedia en donde las identidades están “saboteadas” y las verdades adulteradas.
Pero “la confusión” no es porque sí, sino porque hay una lógica subterránea (un relato, una certeza, un discurso, un antídoto contra la era del vacío, una gran historia): una de amor.

El director inglés que no habla ruso y los actores rusos que no hablan inglés, son otra confusión que lejos está del malentendido: las excelentes actuaciones dan cuenta de un entendimiento profundo entre el director, sus dirigidos, y obviamente, el autor. Como si en la lucha que se entabla en el lenguaje entre la transparencia y la opacidad, la primera llevara las de ganar.

Si bien la puesta es fiel a la tradición del teatro isabelino -la cual prohibía que las mujeres actuaran, siendo todos los personajes interpretados por hombres -el procedimiento aquí se resignifica, imprimiendo ambigüedad. Que no es lo mismo que confusión.

Los momentos musicales ejecutados en escena -con melodías tan disímiles como logradas- resultan tan desopilantes como encantadores, creando una atmósfera ostensiblemente visible (una cocina llena de borrachines o un bosque) aunque la escenografía brille por su ausencia: como en el teatro aquel, en el que el juego del actor todo lo hacía. Lo mismo sucede aquí, en el que el impecable trabajo actoral nos devuelve otra vez la fe en el “renacimiento” del hombre.

Lástima los que en el intervalo decidieron abandonar la sala: se perdieron un “cierre perfecto” para una comedia de equívocos y dobleces que pasó con creces la prueba de ser puesta en tensión dramática. Dos horas y media de duración con un texto preciso y precioso. Lo que a todas luces podría haber resultado anacrónico, se convirtió de la mano de Donellan en un verdadero gesto posmoderno.

Nótese que aquí no se han mencionado palabras tales como fragmentación, hibridez, o zapping, entre otras. ¿Y acaso la posmodernidad no es eso: un afán por desviar los caminos esperados?.