Si la soledad tuviera un nombre debería llamarse Hipólita..o Agata

Por Silvia Sánchez

La amante de Baudelaire vestida de terciopelo

Con Las flores del mal y El spleen de París de Charles Baudelaire como disparadores, Fernanda García Lao ideó un espectáculo que el pasado domingo se estrenó en el espacio No avestruz, un lugar en donde las soledades pueden suavizarse con copas de buen vino y velas perfumadas.

La soledad, acaso sea el tema de “La amante de Baudelaire vestida de terciopelo”, el espectáculo en cuestión.
Hipólita y Agata, los dos personajes que componen la obra – a cargo de las actrices Fernanda García Lao y Gabriela Luján respectivamente- son dos mujeres. Una es amante de los bordes y la otra está motivada por el deseo y la culpa. Ambas, enfrentan con humor la miseria y el desamor.

Eso dicen los hacedores y nosotros podemos agregar: ambas son también náufragas, o cuerpos poblados de ausencia, o almas rotas, o expresiones desencantadas que intentan encantar. Acaso también, evidencias de lo que se ha dado en llamar modernidad, la cual además de bondades y progresos, trajo soledad.

Baudelaire, aquel poeta mayúsculo que creía encontrar poesía en la fugacidad de la vida moderna, poco y mucho tiene que ver con estas mujeres. Poco porque Hipólita y Agata son dos malheridas – y acaso mucho más que eso - de amor y ya se sabe que el amor, poco y nada tiene que ver con la liviandad (o con su hermana la fugacidad). Hipólita escribe cartas a un amado y es su potencial respuesta lo único que parece mantenerla en pie. Agata, lleva en el rostro el sufrimiento de un amor no correspondido.

Mucho porque el dolor y su lógica pueden tornarse poéticos y musicales para estos dos seres.

La obra comienza en un espacio imaginario al que el espectador puede leer sin problemas a partir del trabajo actoral: es la estación de un tren. Y en esa estación una mujer camina con los brazos en cruz con la intención de arrojarse a las vías. Otra mujer la ve y corre a salvarla. El suicidio de Hipólita es evitado por Agata y de allí en más las dos mujeres trabarán un amistad llena de miserias, entregas, mentiras, alegrías y sobre todo, soledades.

Si Hipólita confiesa en los comienzos de la pieza estar sola y por eso desear matarse, Agata mostrará enseguida que su condición no es muy distinta y tal vez por eso se la lleve a Hipólita a vivir con ella.

Acaso la obra sea un viaje: de la piecita de la pensión a la calle, de la calle al tren, del tren a la playa, de la playa a buscar otro lugar en donde vivir, y así siempre. Acaso la obra sea sobre todo, un viaje interno. Era justamente Baudelaire el que decía que solo aquel que parte por partir es en verdad viajero y es su alma como un globo inflable que jamás se libera de su fatalidad.
Hipólita y Agata son eso: dos viajeras que cargan fatalidades, por más que se muden mil veces de cielos.
La escenografía -conformada por pocos elementos- juega con la mutabilidad de los sentidos de sus objetos ( ideal para tantos viajes y mudanzas): un cubo puede ser el asiento de un tren o un escenario o lo que la situación dramática requiera. La iluminación con predominio del azul tiñe el ambiente que se debate entre el humor y la frustración. Las actuaciones son parejas y Fernanda García Lao le pone además voz, a las melodías nacidas en una primera instancia de la inspiración de los versos baudelairianos.

Hipólita desea fervientemente recibir respuestas de un amor lejano, por eso le encarga a Agata la tarea de despachar las cartas que ella le escribe. Pero las cartas no han llegado a destino, porque Agata las ha guardado en sus zapatos, en su corpiño. Contrariamente a lo que el espectador cree, Agata no ha retenido esas cartas por temor a quedarse sola. Agata las ha guardado porque aquel hombre, el destinatario, ha muerto.
Así comienza la obra y así termina también. Con un vacío cíclico que nunca se llena. Con un olor a ausencia irremediable. Con una sola certeza: si la soledad tuviera un nombre debería llamarse Hipólita..o Agata.