La revolución es un sueño eterno.

Por editor

Comentario de Orejitas perfumadas realizado por Silvia Sánchez.

Acaso sea el escritor Abelardo Castillo quien haya escrito las palabras más lúcidas, justas y bellas para definir a Roberto Arlt : “Arlt, un escritor que quería ser feliz y que debió conformarse con ser un genio”.

Ciertamente Roberto Arlt era un ángel al revés como lo define Castillo. Un hombre que se dibujó él mismo -a fuerza de provocaciones, mentiras y jactancias- como mito. Una especie de rebelde con causa, un hereje que coqueteaba tanto con Florida como con Boedo, alguien que escribía para comer, que no dormía pensando en la fórmula para que las medias de naylon no se corrieran (Roberto: aún nadie lo logró), alguien que un día -dicen- le negó para siempre el saludo a Borges ofendido porque “el señor no conocía el barrio de Villa Crespo”.

Mas allá del mito, Arlt fue un escritor formidable, glorificado después de muerto como suele suceder en un país de aguas poco fuertes. Acaso el autor de una sola obra parcelada en géneros: aguafurtes, notas policiales, cuentos, novelas, obras de teatro. Una sola obra que merodeó -de manera casi obsesiva- sobre la posibilidad -imposible- de la felicidad.

Cediéndole la palabra a sus personajes, Arlt dibujó su tortura con letras que no podían ser otra cosa que crosses a la mandíbula. ¿Acaso como no quedar perplejo y malherido ante una literatura que se nutrió de sangre, desesperación, rabia y de un deseo -nunca abandonado- de que la vida diera revancha, de que algo glorioso alguna vez pudiera suceder?.

Silvio Astier, Erdosain y cada una de sus criaturas, nacieron de un alma que tenía la certeza de que había que escaparse de la tierra y de un cuerpo que le hizo caso a esa alma y se fue muy pronto, apenas pasados los cuarenta.
“No sacralicemos a Arlt -dice Castillo-, él detestaba a los homenajes y a los estudiosos de la literatura, dejemos que siga siendo lo que es: un mal ejemplo, un resentido, un mal colega que aborrecía a casi todos sus contemporáneos, una especie de mala persona, un revolucionario, un desalmado que escupía metafóricamente o no sobre las buenas gentes”.

Tal vez sea cierto que Arlt detestaba los homenajes aunque nunca lo sabremos de manera certera. Pero si la hipótesis de Castillo es cierta, homenajear a Roberto Arlt es un acto riesgoso, una provocación. Y esto último -la provocación, el peligro, la irreverencia- seguramente le habrían caído bien al escritor que enarbolaba la desobediencia en todas sus formas.

Lo más difícil -una vez animados- es reponer el universo arltiano, un universo en el que los personajes sienten placer -por ejemplo- cuando queman vivos a otros seres humanos.

Orejitas Perfumadas, la obra que hace pocos días se estrenó en el Teatro Alvear sobre textos de Arlt y Paoletti con dirección de Roberto Saiz y música del Tata Cedrón (que “grafica” el texto dicho en escena), empieza y termina algo lejos de ese mapa dolorido que fue la obra de Arlt.

Por un lado la obra comienza con un tango, música que Arlt detestaba acaso porque -como observó agudamente Julio Cortázar- era la música de la clase de la que intentaba huir, una música que delataba su origen, que “lo acusaba, lo aludía y lo involucraba en su marginalidad fundamental”.

Y por el otro, la obra finaliza con un baile a pura fiesta. Al trágico monólogo de Erdosain le sigue un cierre digno de sainete -ese teatro al que Arlt y Barletta combatieron allá por los treinta- una alegría que intenta inundar el escenario y borrar los signos del dolor que en el medio se hicieron presentes.

Porque en el medio lo que hay son fragmentos de aguafuertes y de las novelas Los siete locos y Los lanzallamas. Fragmentos literales que son el mejor momento de Orejitas Perfumadas, por ser detentores de una infelicidad pocas veces vista y plasmada en una literatura directa y cruel.

Más allá de algunos altibajos, Orejitas Perfumadas logra la rara experiencia de ser una ¿obra de teatro? que de la fórmula aristotélica de la perfección dramática (principio, medio y fin) se para con más altura en el medio, se hace más fuerte allí, en esa zona que desmiente a las otras, o al menos, las contradice.

La escenografía que representa la noche de un barrio de Buenos Aires y el cuarteto de Cedrón, dan cuenta de una ciudad acaso posterior a la que vivió Arlt, pero de una Buenos Aires al fin y al cabo mítica: aquella de la silla en la vereda, de las muchachitas que se perfumaban las orejas a la hora del bailongo. Una Buenos Aires con sabor a tango y milonga y poblada de cándidas mujeres, algo lejos del deseo del escritor maldito: soñador de una revolución prostibularia con destinos más justos y de mujeres gustosas de besos, siempre y cuando estuvieran acompañados de patadas.

Para Cortázar, Arlt escribió un infierno involuntario en permanente rebelión, un universo de fugas a lo absoluto. Un universo que es difícil de reponer porque hacer belleza de la humillación es tarea de pocos.

A los mortales les queda la modesta tarea de intentarlo. A los que no caben en la muerte, les queda el conformarse con ser genios, el dormir un sueño eterno en donde la revolución algún día pueda llegar de la mano de los estafadores, los desdichados, los fraudulentos, los canallas, de los que sufren abajo sin esperanza alguna. Un sueño que aún (te) se espera.