Estaba en mi casa y esperaba que llegara la lluvia

Por Silvia Sánchez

Un relato acerca de la ausencia y de lo que uno hizo y es capaz de hacer con ella.

En la reiteración, en la vorágine de repeticiones desesperadas, el texto del francés Jean Luc Lagarce (Estaba en mi casa y esperaba que llegara la lluvia) encuentra el tono perfecto para hablar de aquellos dolores indecibles que, por indecibles, siempre están retornando.
Cinco mujeres (Graciela Araujo, Valentina Bassi, Paloma Contreras, Paula Ituriza y Marta Lubos) pasan revista a sus respectivas vidas, forjadas todas por una ausencia en común: la del hombre, aquel que un día las abandonó y que al inicio de la obra regresa para morir en la casa de toda la vida.

La pieza de Lagarce es un relato acerca de la ausencia - la breve y la definitiva- y de lo que uno hizo y es capaz de hacer con ella.

Lo rico del texto es su multiplicidad: alaridos de dolor, imágenes encantadas, dulces susurros, silencios. Todas las formas del desconsuelo encuentran en el lenguaje una guarida; y es por esa riqueza (del texto y de la interpretación) que la pieza de una hora y media y de abundante texto, se torna más que llevadera.

Con cierto “aire lorquiano”, las cinco mujeres van tomando la palabra y narrando los avatares de la pérdida y en esa narración, el texto y la puesta aspiran a que brille el futuro: como si solo reconociendo el vacío, el mismo pudiera ser llenado.

Escenográficamente, el hombre que ha regresado ocupa el plano superior del espacio, como si la ubicación en el mismo delatase el poder de estar por encima de esas mujeres, de comandar sus vidas. Incluso su escamoteo (nunca lo vemos en escena) da cuenta del sentido de la obra; una cierta mirada “panóptica”, una mirada omnipresente y vigiladora que ha sido capaz de comandar los destinos de las cinco, aún en la ausencia.

Son parejos los trabajos actorales, ricos en matices sobre todo en las tres jóvenes hermanas.

La directora Stella Galazzi ha acompañado de manera sólida un texto que requiere de un gran equilibrio para no caer ni en lo melodramático ni en un relato frío y distanciado; ha sabido hablar de la culpa, la pérdida, la espera y demás inmensidades humanas, atendiendo bien a las contradicciones y ambigüedades de esos sentimientos.

La posibilidad del olvido tras la muerte, la continuidad de la vida a través de un hijo, el asombro de sentir que uno puede continuar cuando se va un ser querido, el irse o no; formas de lo humano que el texto enumera y que las mujeres (dolientes, frustradas, divertidas) ponen en palabra.
Una lluvia inunda el escenario y acaso sea el signo tangible de una ausencia que todo el tiempo está presente. La manera poética de lavar culpas. De un lado y del otro.