Entre el amor y la muerte

Por Silvia Sánchez

Guardame

Todos los sábados a las 00:30 horas en La Colada se está presentando Guardame como en las pupilas de tus ojos, una obra de Francisco Lumerman. Un elenco íntegramente femenino -a excepción de Martín Lanata- conforma este espectáculo que apuntando a lo visual y lo sensorial, intenta reflexionar sobre cuestiones tan existenciales como el amor, la belleza, la vida y la muerte.

Si bien no hay una localización geográfica exacta, la obra transcurre en un pueblo, un pueblo que podría ser “cualquier pueblo”. Es decir un lugar en donde la información “circula” rápidamente y en donde la “mirada” puede ejercerse con mayor facilidad porque las distancias son más acotadas. La puesta ha escogido que los espectadores “rodeen” la escena, en una especie de “círculo”que atrapa en su interior todo lo que sucede. El círculo que delata –como en los orígenes del teatro- ceremonia, comunión, participación, es decir, valores perdidos en la modernidad, en donde lo que importa ya no es la integración sino la distancia, y en donde la mirada se lleva las de ganar en la competencia con los otros sentidos. Tal vez por eso Guárdame no se proponga como un “espectáculo” – noción que nace de la mano de la modernidad y la mirada- sino más bien como una ceremonia o un rito.

Pero paradójicamente, la mirada -tan interior en la vida de los pueblos pero a la vez, como recién decíamos, tan fundante de la modernidad – la poseen los espectadores que rodean la escena. La obra presenta al único personaje masculino como a un ciego, enamorado de Nadia, una joven que se dice fea pero en quien él deposita una belleza sublime. Es decir, “los que ven” no son los personajes que están dentro del círculo (él es ciego, ella no puede ver su propia belleza): ellos más bien “viven’ – como en los ritos- la vida de pueblo. Los que ven son los espectadores - porque la noción de espectador está ligada a la de mirada- los que forman el círculo y rodean la escena sin estar dentro de ella. Más allá de las intenciones de la puesta, el espectador se queda un tanto afuera de la fiesta, de la comunión, con la misión de darle un sentido a todo lo que vio. Tarea difícil, porque la puesta no se decide a darle – ni darse- un lugar certero: por un lado “tematiza” y por el otro apuesta a lo sensorial, por un lado quiere plasmar un discurso y por el otro, mina a la narración -en su continuidad y coherencia- con distintos sistemas signicos: música en vivo, luces, movilidad de los objetos. Aun así, la constante lucha entre lo bueno y lo malo, lo bello y lo no bello, el amor y la muerte, parece animar subyacentemente y por momentos en la superficie, a esta puesta teatral, que intenta explorar aquello que ha unido –y unirá- épocas, discursos, y miradas.
Julio 2005