Enrique

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Por Fabián D´Amico

Pequeño y efectivo musical para retratar el ocaso de un gran artista argentino. Libro, actuaciones y dirección prestigian el producto final.

Diciembre de 1951. Camarín de un teatro. Un joven asistente ingresa al reciento para avisarle al viejo actor que están por dar sala y que se prepare. El actor, sentado al piano y bebiendo su trago preferido -soda de un sifón- le pide al joven que no lo deje solo, que está nervioso como si fuera esta su última función. El hombre en cuestión es Enrique Santos Discépolo y en cada rincón del espacio hay fotografías icónicas en la vida del artista. Perón, Evita, Tania y la foto de una mujer -que en el desarrollo de la pieza se sabe que es de origen mexicano- adornan el camarín, donde el piano juega un papel protagónico.

Enrique no quiere quedarse solo ni tampoco ansia en que la función empiece. Pero no están solos los dos personajes en el camarín. Están los fantasmas que solo Discepolo ve, como su hermano Armando, viejos recuerdos y muchas frustraciones y desilusiones. Emulando el purgatorio donde el artista espera su ingreso o no al paraíso, el encierro entre esas paredes sin ventilación, los recuerdos y mucha nostalgia nubla los pensamientos de Enrique quien toca el piano, canta y le pide al asistente que lo acompañe en las canciones.

Encuadrada dentro de un grotesco musical, la obra de Luis Longhi, desde la dramaturgia, tiene más de tragedia griega -con un pueblo implícito que acusa y pide la ejecución del traidor- que de un grotesco donde el drama se muestra a través de cierta pátina de humor. El encuadre grotesco puede apreciarse desde la dirección y la marcación de los actores. Ambos protagonistas están siempre coqueteando con la caricatura, con gomina y maquillaje blanco típico de los galanes de las primeras películas sonoras del cine mundial y un Discepolo dantesco, con una nariz artificial y gestos y posturas corporales que conjugan santo y demonio en una misma persona.

La pieza no juzga ni toma partido sino que retrata, desde una mirada compasiva, el ocaso del artista, un final triste signado por un físico que no puede resistir más avatares temporales, políticos y sociales de alguien quien ama a todos y que es olvidado por quienes ama. Lo interesante de la propuesta es la puesta en escena y la dirección de Pires, en la sala 3 de La Comedia, que obliga al público a ser parte presente y participe de la acción dramática por la inexistencia de la famosa cuarta pared que divide implícitamente el plano de la representación del de la expectación.

Luis Longhi crea a un Discépolo abatido, cansado, “de vuelta” de todo con una entrega conmovedora y un trabajo físico plausible. Junto a él, Nicolás Cucaro da apoyo constante a Discepolo en este viaje hacia el escenario -o hacia otra dimensión- y se destaca como cantante, recreando conocidos tangos al estilo gardeliano, tanto en la manera de decir como en la postural.

Enrique es un pequeño musical que cumple de manera profesional con todos los lenguajes necesarios para la correcta materialización del mismo en escena -libro, música, actuaciones, dirección- y pone de relieve la relación existente, desde tiempos inmemoriales, entre ídolos y fans, con el siempre cuestionable vínculo amor/odio, mediado en este caso-como en muchos de la actualidad- por las ideologías políticas y el fanatismo que estas conllevan.