En busca de la imagen perdida

Por Silvia Sánchez

El periférico de objetos, nunca le ha ofrecido al lector nada digerido.

Que el Manifiesto de niños -espectáculo que El periférico de objetos está llevando a cabo en la vieja fábrica de aceite ahora apodada Ciudad Konex- requiera de un espectador activo, es casi una obviedad viniendo de este grupo que ya lleva en su haber once obras estrenadas y que nunca le ha ofrecido al lector nada digerido.

Cada obra de El Periférico desafió los adormecimientos y pidió como contrapartida de su entrega, un espectador partícipe. Nunca el sentido se dio ni de “antemano”, ni de “pos-mano”. Algunos aún, deberán estar buscando significados para esa Ofelia “con el horno en la cabeza” que nos ofrecía aquella sensacional reescritura de Hamlet (ni más ni menos), por nombrar un caso.

Sin embargo, algo se agrega aquí al trabajo de quien pagó la entrada (un ser que sabe lo que va a ver): el trabajo de leer la propuesta ahora implica piernas, implica esfuerzo corporal, implica recorrer el espacio y hasta pegar las narices contra un vidrio. Si el grupo ha construido en veinte años de trayectoria un espectador activo -intelectual y emocionalmente- con Manifiesto de niños la actividad se prolonga al cuerpo ya que se trata de una instalación teatral en la cual -debido a la multiplicidad de espacios y puntos de vista- el espectador está obligado a moverse para obtener todos los focos de información posible.

Pero aún así, teniendo la posibilidad de mirar desde todos los rincones y no teniendo que estar sometido a la butaca que el ceremonial burgués propone, el espectador no puede ni ver ni saber todo. El sentido siempre se escapa, se escamotea.

Paradoja más que interesante: todo se ve y sin embargo se ve bastante poco. La visión parece estar a sus anchas porque el espectador no solo tiene la libertad absoluta para moverse por ese espacio, sino porque ese espacio se da a ver por sí mismo y a través de imágenes filmadas.

En el centro de un amplio galpón, hay una especie de caja inmaculadamente blanca que contiene a sus tres protagonistas: Maricel Alvarez, Blas Arrese Igoy y Emilio García Wehbi. La caja tiene en sus costados franjas de vidrio para que los espectadores “espíen“ lo que pasa adentro. Y a la vez, los tres actores -cámara en mano- filman lo que sucede adentro y lo proyectan hacia afuera en el reverso de la caja. Nuevamente: se puede ver todo y se bastante poco.

Es que El Periférico de objetos pareciera querernos decir que las totalidades (totalitarismos también, porqué no, si al fin y al cabo se trata de un manifiesto) se derrumban, porque las cosas operan “por fragmentos”. Eso hace que la puesta que se presenta como un alegato en defensa de los niños, o una denuncia en contra de los abusos para con ellos, no caiga ni en el lugar común, ni en el -vale la pena repetir la palabra- totalitarismo de la proclama.

Los niños que interpretan los tres actores se modifican, se metamorfosean, se nos escapan, “son buenos y malos”. Las situaciones se dibujan, se desdibujan. Hay en esta avalancha de “mostración”, en esta experimentación formal, una desesperación de atrapar -sino el sentido- al menos la mayor cantidad posible de bellas imágenes. Las que se nos fueron. Las imposibles.

Los juguetes a cuerda, las rayuelas dibujadas, los disfraces, la leche con vainillas: el mundo infantil en sus lugares más comunes y sin embargo, enunciado desde un lugar no común. Una lista con cien niños muertos de todas partes del mundo y de repente, la ternura que conecta a esos niños que mediante un hueco de la caja le pasan al espectador que está afuera (¿está afuera?) un dibujo, o le dan un beso a través del vidrio “transparente”.

Manifiesto de niños es, en definitiva, una propuesta interesante que demuestra como este grupo -manteniendo su estética- sigue creciendo. Tres muy buenas actuaciones, una dirección de hormiga y lo poético, la metáfora como único recurso, sitio donde el sentido primero y literal se hace trizas.

Y entonces queda la resonancia en el aire de las imágenes, lo que uno pudo capturar de una niñez que se muestra violentada y violenta. La ajena y la propia. Entonces queda una mirada que nunca podrá ser panóptica porque solo tiene dos ojos en lugar de mil. Y por eso puede “manifestarse” contra el horror y el maltrato: porque mantiene ese espacio de ceguera que le permite ver.

Dar cuerda una única vez, que la cuerda sea eterna, nada de cuerdas tacañas y parciales, sino cuerdas para siempre, dice un texto en off escrito por Horacio González y pronunciado por él mismo. He ahí la idea de un manifiesto: la totalidad.

Inútil porque como lo demuestra Manifiesto de niños, las cuerdas son parciales, como la mirada. Lo que pensábamos que duraría para siempre, se nos escapó para siempre. O no.