El silencio es salud (Sensibilidad)

Por Silvia Sánchez

José María Muscari no para: ahora acaba de estrenar Sensibilidad, una mirada antojadiza sobre el universo de la salud pública.

Roland Barthes decía que el teatro era una máquina cibernética que cuando se encendía, no paraba de disparar signos contra el espectador. Esos signos podían contradecirse, pisarse, sacarse chispas, unirse para hacer causa común.

Signos que podían tranquilizarlo y brindarle una puesta “legible” o por el contrario, podían volverlo activo y partícipe de ese fascinante proceso al cual llamó de significación.
José María Muscari elige obviamente el segundo recorrido. Solo que a veces en esa fascinante aventura de navegar entre signos y ser en parte “coautores” de la obra, el espectador se pierde, se encandila y más que un sentido a descifrar, queda atrapado en un alboroto peligrosamente cercano al efectismo.
Algo de eso sucede en Sensibilidad, una crítica al sistema de salud público antojadiza y despechada como el propio director sostiene.

La obra comienza ya en las escaleras del Centro Cultural Borges en donde los actores -vestidos de enfermeros y médicos- ofician de acomodadores y hacen entrar al público. De entrada, todos los personajes que en la obra pertenecen al universo de la salud pública, se configuran a partir del maltrato con lo cual, queda bien claro la opinión que Muscari tiene respecto al tema. Así -entre gritos y caras de perros- desfilan personajes que remiten al “universo municipal”, como aquel que Gasalla hizo hace algunos unos años atrás con bastante más eficacia y humor.
Claro que en Muscari el humor está más cercano a lo horroroso y que al transcurrir la obra en el espacio de un hospital en donde los pobres van a curarse la poliomielitis, hay poca posibilidad de risa despreocupada.

Sentados circularmente en torno al espacio en donde se desarrolla la acción dramática, el espectador asiste a una situación al menos ambivalente ya que por un lado, es testigo de una representación un tanto maniquea en torno a la construcción de los personajes y las situaciones. En Sensibilidad, los médicos y los empleados son despiadados e ineficientes (“lacras municipales, basureros de la salud, médicos de manual”, grita uno de los personajes al no ser atendido), la contraposición pobre – no pobre es exacerbada, y la mayoría de situaciones rozan el estereotipo. Ejemplo: una de las pacientes se muere de tanto esperar, obviamente.
Pero por el otro lado, el espectador asiste a un lenguaje un tanto esquizofrénico de luces, músicas y cuerpos moviéndose, que poco tienen que ver con lo anterior. Los personajes y los diálogos naufragan ante un huracán de signos que combina el himno a San Martín con tangos emblemáticos de Libertad Lamarque (no de Azucena Maizani), figuras de cuerpos dibujadas con tiza en el piso (como si fueran desaparecidos) con alguien que se baja los pantalones y muestra su trasero a los espectadores, canciones de la iglesia con canciones de Serrat.

O por muy obvio o por todo lo contrario, Sensibilidad se queda a mitad del camino: una provocación que pierde efecto cuando vemos al empleado municipal hacer crucigramas (¿a nadie se le va a ocurrir alguna vez una imagen un tanto más original?) o que se torna exagerada cuando la máquina cibernética enloquece y en vez de provocar, sofoca al espectador.
¿No hay ningún argentino que nos ayude de verdad?, es la pregunta que resuena al final de la obra.
Hizo muy bien el director en afirmar que la mirada es antojadiza, porque en esos universos seguramente hay personajes que no se rigen por la lógica del despecho y de no haber sido aclarado lo parcial de la mirada, se correría el riesgo de ser injusto.

Así se corre otro riesgo: el de tomar la palabra de manera confusa y olvidar que a veces, el silencio es salud.