El señor Pavlovsky

Por Silvia Sánchez

Tato Pavlovsky quien acaba de reestrenar por ocho únicas semanas Potestad.

Mi teatro no es un teatro de grandes recorridos, es un teatro de estados, suele decir Eduardo Tato Pavlovsky quien acaba de reestrenar por ocho únicas semanas Potestad y quien con la misma, avala lo que dice.

Se sabe que la obra -al igual que El señor Galíndez y El señor Laforgue- aborda la problemática de la represión y de la tortura desde la óptica del represor. Pero a diferencia de estas, Potestad encarna lo que con Telarañas comienza a perfilarse: la concepción de un teatro que abandona el realismo y sus criaturas psicológicas, en post de un teatro en donde la corporalidad y la multiplicidad pasan a primer plano. Potestad es una obra abierta, un teatro de actuación, un teatro en el que el argumento ha de hallarse en los microestados actorales más que en el texto dramático: toda una concepción del teatro y del mundo.

La puesta dirigida por Norman Briski y actuada por el propio Pavlovsky y por Susy Evans (cuya actuación sin palabras confirma la teoría del autor y director)

apela al despojo: solo dos sillas y en ellas, los dos actores. Dos actores dejándose atravesar, entregados al devenir, al relato que nace del cuerpo y de su memoria, dos actores que siguen una historia pero a los cuales la coherencia narrativa los tiene sin cuidado, dos actores en estado puro, entregándole al espectador relatos-fuga.

El texto comienza con la descripción minuciosa de las posiciones de los tres personajes del drama: la hija, la madre y el padre. Y hay que insistir en que la descripción es minuciosa porque este hombre -talentoso, coherente e incansable- cree en los intersticios, en los atajos, en las grietas, en lo micropolítico. Y es esa descripción corporal que el personaje realiza, lo que luego será la piedra fundamental del teatro de este fanático bekettiano: es la hija Adriana diciendo te quiero papá solo con el cuerpo, es la pintura exacta del burgués caminando para atrás, son las rodillas juntas para pronunciar la falta de pasión. Y es -en su punto culminante- el grito desgarrado vomitado contra la pared, el grito nacido desde las entrañas, el grito intenso que se deja escuchar aún sin sonido.

Pavlovsky, haciendo uso de la mueca (marca registrada) y del balbuceo, domina la escena porque -paradójicamente- no la domina. Y cuando Evans aparece, los pequeños recorridos de los dos con sus sillas -minúsculos, insignificantes- nos hacen saber que el movimiento no tiene que ver demasiado con las distancias: todo se mueve en esa escena aunque a simple vista no parezca.

A Eduardo Tato Pavlovsky -actor, autor, director, psicoanalista, lector de Deleuze, fanático de Independiente, campeón argentino y sudamericano de natación, boxeador, militante político y hombre enamorado- hay que agradecerle la coherencia y el compromiso: monedas faltantes en un país de esquivadores.