El país de las últimas cosas

Por Silvia Sánchez

Con muy buenas actuaciones, La pesca es otra puesta de Bartís que estremece.

“Lo importante son los gestos, mirá sino a Perón: levantaba los brazos y la gente se volvía loca”.

René, ese cuarentón tierno a punto de quedar huérfano aunque se invente que no, devela en esa evocación, una mirada del teatro y de la vida en la que Ricardo Bartís se deja ver. Porque el de Bartís es un teatro de estados, es decir, un teatro que privilegia al cuerpo como soporte de la significación y que genera recorridos que poco tienen que ver con el tiempo cronológico. Recorridos fundados en la memoria, en la emoción, en el devenir; recorridos poco previsibles, como suele suceder cuando el cuerpo doblega a la razón.

Se podría decir que La pesca cuenta la historia de Atilio, René y Miguel Ángel, tres amigos que se reúnen -varios años después- en el subsuelo de una vieja fábrica en donde años antes, aprovechando las aguas que destilaba el arroyo Maldonado, habían fabricado un club de pesca al que llamaron la Gesta heroica. Allí solían pescar tarariras, pez que con el paso del tiempo y el río espontáneo reducido a poca cosa, desapareció lentamente hasta dejar apenas algunas sobrevivientes que fueron devorándose entre sí.

En esa metáfora, Bartís habla también de un país que alguna vez intentó una gesta heroica. Y en esa imagen de Perón en el balcón levantando sus dos brazos ante la multitud, hay además -y sobre todo- una mostración perfecta del funcionamiento de una creencia: era el gesto de elevación el culpable del fervor. Aún sin brazos, el general en lo alto tratando de elevarse aún más con el cuerpo, bastaba para la fe a gran escala. No importaba demasiado lo que se decía de manera verbal, lo que importaba era ese breve recorrido de los brazos, esa ceremonia que -rememorada por René-condensa la mirada de mundo de este director que le ha devuelto al teatro, justamente, su capacidad de encantamiento y de poder.

La pesca, además de ser una joya teatral violentamente hermosa, es un retrato desesperado de nuestros días, es la puesta en escena de rituales malheridos, como por ejemplo el del peronismo, que ha perdido el embrujo de sus gestos por estos tiempos. Y por eso hay, en los tres personajes, una necesidad de desoír lo ajado que por momentos espanta. Y junto con esa puesta en escena del fracaso indisimulable (de los destinos personales pero también de los colectivos) hay un barajar y dar de nuevo, una acto de fe que no se agota, como si ante la frustración y el fracaso, siempre hubiese un resto.

Con una obstinada perseverancia sin mayores premios, Atilio, René y Miguel Ángel se porfían en recrear todos los rituales posibles, como si en ellos, en sus gestos, alguna certeza pudiera vislumbrarse. El ritual de René de pescar con la ropa correspondiente. El ritual de aprender a besar. El ritual de Miguel que repite día y noche la misma canción en los oídos de Alicia. El ritual del abandono con sus muecas. El ritual de los amigos. El ritual de las lealtades cotidianas. Y el de las grandes lealtades.

En una puesta en escena que privilegia el cuerpo de los actores y el lenguaje que de ellos nace, la escenografía aporta mucho a la idea “de fondo, de abajo”, con el agregado de un “río de ficción” que atrapa la curiosidad de los espectadores. Carlos Defeo y Sergio Boris en los roles de Atilio y Miguel Ángel respectivamente, desempeñan un excelente trabajo en la composición de sus criaturas. Pero Luis Machín brilla. Sus “tránsitos” son tan variados e intensos que hipnotizan como si fueran brazos levantados en un balcón. Los gestos de Machín dan ganas de creer.
La pesca es otra demostración de excelente teatro y es la metáfora mas justa para un cuerpo social que está tan podrido como el agua de ese club de pesca barrial. Y es la construcción de un gesto que intenta reparar los vacíos. Y eso, por poco habitual, se agradece.