El lado oscuro del corazón

Por Silvia Sánchez

Los siete locos: una puesta que recrea el doloroso universo de Arlt.

“Si un ciudadano pudiendo soñar que hereda trescientos millones sueña que hereda treinta mil pesos; merece que lo fusilen por la espalda”. La sentencia anterior es de Roberto Arlt y lo pinta de cuerpo entero: para huir de la realidad hay que hacerlo por la puerta grande.

Fue tal vez por esa persecución de la inmensidad que su obra dibujó crímenes, asaltos, inventos y en su cúspide, una revolución que -financiada a través de una red de burdeles- cambiaria el estado de las cosas. Los siete locos, escrita en 1929, narra las peripecias de un grupo de infelices que intenta cambiar el orden social y es -además de una de las obras más importantes de la literatura argentina- el muestrario más contundente del universo artliano, en donde lo político y social adquieren dimensiones premonitorias.

Luego de algunas históricas versiones tanto cinematográficas como teatrales (la primera de la mano de Torre Nilsson y Alcón y la segunda de la mano de Bartís) la novela vuelve a subirse a un escenario, esta vez de la mano de Omar Aita en la dirección.

La aparente simpleza de la obra de Roberto Arlt hizo que fuera un autor marginal del campo intelectual mientras vivió y fue solo después de su muerte que se advirtió la complejidad de ese entramado literario que conjugó -de manera contundente y provocadora- lo individual y lo colectivo. Reponer ese “pesado” universo (pesado en tanto densidad de sentidos que implica) no es tarea nada sencilla, algo a lo que no puede sustraerse la puesta de Aita.

En la actual versión, el director respeta el doloroso universo de los personajes artlianos, sobre todo el de su protagonista Remo Erdosain; un torturado que se aferra a la invención de una rosa de cobre como único modo de supervivencia y a quien la vida le pesa demasiado como para poder desenredarla.

Humillado (acaso la palabra básica del diccionario de Arlt), Erdosain se debate en innumerables monólogos internos que Aita no solo acata sino que ensalza. Por eso la escenografía se compone solo de dos camas, una a cada lado del escenario, privilegiando de ese modo la puesta un elemento escénico que ha de leerse como el espacio de la soledad y de la reflexión.

Pero la obra de Arlt (otro acierto de Aita en su lectura) también contrapone a la desdicha, la posibilidad de abortarla (casi siempre a partir de algo criminal) y por eso la cama puede devenir también su espacio contrario, es decir, espacio de sexo, de locura, de muerte y de huida.

Frente al despojo escénico que la puesta plantea, la luz y la actuación se tornan elementos fundamentales y mientras la primera acompaña acertadamente el espíritu de el alter ego artliano (su oscuridad, su interioridad), la segunda oscila entre algunas buenas actuaciones (el astrólogo, el buscador de oro, Ergueta) y otras que se quedan a mitad de camino, lo cual resulta un escollo para un texto tan inmenso (no solo por lo extenso sino por lo magistral).

Aita recrea por momentos el espíritu doloroso que subyace en la novela pero no logra dar con esa sensación de contundencia tan típica (y tan difícil de lograr, claro está) de la narrativa de Arlt.
Aún así, atrapar partes de un universo en donde el dolor, el placer, la tortura y el erotismo se mezclan, no es poca cosa.