El diccionario del amor (La felicidad)

Por Silvia Sánchez

Con La felicidad, Javier Daulte vuelve a demostrar porque es uno de los referentes teatrales más talentosos del país.

Con La felicidad, Javier Daulte vuelve a demostrar porque es uno de los referentes teatrales más talentosos del país. Otra vez, el autor y director trabaja con los formatos genéricos -y no solo los teatrales- y pone en escena ciertas recurrencias tanto a nivel de la historia como del relato, las cuales le otorgan un inconfundible “sello de autor”.

En cuanto a la historia, los tópicos de la familia y del amor están otra vez presentes al igual que en joyitas teatrales como Nunca estuviste tan adorable (en la que también trabajaban Cáceres y Portaluppi) o Estás ahí (con Gloria Carrá). A nivel del relato, los procedimientos no realistas ganan la partida pues en La felicidad, de lo que se trata es de armar un engaño para que Sergio (Luciano Cáceres) se enamore de Rosa (Gloria Carrá). Y ese engaño entramado por Rosa con la ayuda de sus padres Fina y Omar (Marita Ballesteros y Carlos Portaluppi respectivamente) se le muestra al espectador sin ningún tipo de censura. Esta muestra del “armado de la ficción familiar” devela los mecanismos de la misma, por eso la escena se torna lejos del realismo pero no en sus antípodas, porque Daulte trabaja siempre con referentes reconocibles, con situaciones verosímiles.

“La felicidad es una comedia gótica, un melodrama contenido en un marco de terror”, dice su responsable. Es que si hay algo que nutre y determina la obra de Daulte, es su apelación constante a los géneros. Aquí, hay recursos de la novela, del folletín, de la ciencia ficción, del terror, es decir, una combinación rigurosamente pensada para crear una ficción muy personal. Como en su anterior pieza Automáticos, los préstamos del cine son más que evidentes, potenciados aquí por ese comienzo absolutamente cinematográfico en el que sobre una pantalla blanca, una luz oscura y una música de terror se “proyectan” los créditos de La felicidad y por esa voz en off inicial que presenta a los personajes.

Como en la mayoría de sus puestas, las actuaciones son excelentes: otra vez Portaluppi componiendo a un padre “sin muchas luces”; otra vez Gloria Carrá cargando una pieza en sus espaldas y transitando estados actorales que van desde el llanto hasta el ridículo; otra vez Luciano Cáceres en el rol de pretendiente, esta vez creciendo con el transcurrir de la pieza hasta brillar en la escena del ataque a los oscuros o en aquella en la que creer descubrir toda la trampa a la que fue sometido; otra vez un robot -como en Automáticos- conviviendo con seres naturales, esta vez interpretado por Marcos Montes que en un muy buen trabajo, se vale de su voz y de su cuerpo par recrear también a la tía de la familia; y esta vez, la aparición de Marita Ballesteros quien se luce sobre todo en la escena del espíritu, demostrando ser una excelente comediante.
Quien crea que el teatro de Javier Daulte por divertido y poco realista no es político, se equivoca. El teatro de Daulte es político porque -como pensaba Adorno- una obra es política en tanto denuncia su relación con la realidad en un vínculo de contraste con la misma.

En La felicidad, el plan de Rosa y sus padres para enamorar a Sergio no logra su cometido. Esa ficción pergeñada y compartida con el espectador y no con Sergio, fracasa. Aunque el fracaso no será total porque en la concepción de Daulte, somos muy sensibles a las ficciones y aunque descubramos el engaño, algo de su efecto siempre persiste.

“Es importante que la ficción sea eficaz en un sentido constructivo: tenemos que ser sus cómplices, conocer sus reglas, porque si no somos conscientes, seríamos sus víctimas, como sucede con las ficciones que instalan las dictaduras cuando tratan de perpetuarse en el poder, porque la perpetuidad se logra, frecuentemente, con el engaño”, sostiene Javier.

La perpetuidad (del amor y de la felicidad en este caso) era lo que Rosa pretendía. Para eso construyó una ficción. Para tener, como en las ficciones, un final feliz. Aunque a veces, y después de ver La felicidad, sea preferible la realidad.