Detrás de todo gran hombre, hay una gran construcción

Por Silvia Sánchez

Lote 77: Marcelo Mininno indaga sobra la masculinidad, en una puesta potente y con muy buenas actuaciones.

En su debut como director, Marcelo Mininno indaga sobra la masculinidad, en una puesta potente y con muy buenas actuaciones

Un año se tomaron Marcelo Mininno, Andrés D adamo, Lautaro Delgado y Rodrigo González Garillo, para dar a luz Lote 77. El resultado de un trabajo de investigación que conjugó la pasión por el teatro con un viaje a las fuentes (se sabe que durante todo el proceso, Mininno y sus secuaces visitaron el Mercado de Liniers, además de frigoríficos y campos), es esta obra que -a sala llena- es un ensayo de respuesta a la pregunta acerca de cómo un hombre construye un varón.

Empachados de discursos femeninos acerca de la construcción de la identidad de su propio género, era hora que los hombres hicieran lo propio. Y hay que reconocerlo: parece que lo hacen mejor.

¿Como un hombre construye un varón? Como si no bastase con ser hombre nomás. Como si solo fabricando varones, el género masculino se ennobleciera.
Para los romanos, la palabra varón significaba viga. Y ya se sabe: la viga sostiene. Y eso es lo que ha de pedírsele a un varón que se precie de tal: ser el sostén, mucha rigidez y nada de flexibilidad. Si no se convierte en viga (en varón) hay algo de déficit en la existencia. No alcanza con ser hombre: hay que ser varón. Claro está: visto esto desde un punto de vista.

En su debut como director, Mininno jugó justamente con los puntos de vista y realizó una puesta que, ambientada en el campo, se construye a partir de múltiples focalizaciones, desontologizando de ese modo la noción de “ser varón”.

El varón no llora. El varón usa celeste. El varón es viga. Frente a estos atributos que hay que saber conseguir, Mininno colocó otros posibles: varones que se masturban en un baño a escondidas, varones que tienen miedo de morir de cáncer de próstata, varones que lloran madres. Debilidades y medias tintas que hacen a la masculinidad pero que, en pos de ser varón, se callan.

Poner en escena la posibilidad de que haya otro modo de lo masculino (mejor dicho, mostrar las fisuras del fundamentalismo varonil) es un gesto que merece al menos, un reconocimiento.

Encima, Lote 77 desborda teatro. La escenografía, con sus pocos pero significativos objetos y esa cerca delimitando el área de veda, logra recrear ciertos recovecos de un campo, cierto espacio gris y confuso a pesar de las estrictas divisiones del alambrado. La insistencia en mostrar que las cosas no son necesariamente absolutas (¿cómo podrían serlo?) y que todo al fin y al cabo es una construcción, llevó al director a plantear una obra que dramáticamente se mueve en esos términos: relatos y puntos de vista superpuestos, flashbacks y flashforwards, repeticiones que nunca son iguales; en fin, una estructura dramática que sabe que un relato se configura a partir de muchos otros.

Las aristotélicas categorías de principio, medio y fin quedan así abolidas, como queda abolida la naturalización de la condición de varón. El varón, una fantasía que vaya a saber que miedos, debilidades y fantasmas calla.

El personaje interpretado por Andrés D adamo (De Andrea) viene a representar esa idea de varón-viga. En sus antípodas, Rodrigo González Garrillo como el débil Ferreiro y en el medio, Lautaro Delgado con su López: un hombre común, en el literal sentido de la palabra. Todas las variables de lo masculino, en muy buenos trabajos actorales.

Alguien nombra cortes de animales y los personajes muestran las partes de su cuerpo graficando el relato. Alguien los encierra y los ofrece en lotes de venta, como si fueran ganado bovino.

Con sus botas de goma y sus miradas perdidas, De Andrea, Ferreiro y López a veces son tratados como si fueran ellos mismos los animales del campo que habitan. Atropellos de una sociedad que tiene pavor de las diferencias.