Cuestión de fe

Por Silvia Sánchez

En el Camarín de las musas, Julio Chávez presenta Mi propio niño Dios, obra que lo tiene como autor, director y escenógrafo.

Nadie duda del talento de este hombre de bajo perfil que tiene por el teatro un respeto pocas veces visto. Nadie duda en recomendarlo cuando alguien pregunta: che ¿con quién puedo estudiar teatro?. Seguro que su nombre es uno de los primeros en saltar: andá con Chávez “que es serio”. Y es con sus alumnos que este actor -que mete sus narices en el teatro, en el cine, en una paleta de colores- dio a luz Mi propio niño Dios, algo así como una “historia mínima” pero del teatro.

Escrita a partir de im provisaciones que surgieron en su propio taller y protagonizada por Mercedes Quinteros, Victoria Marroqui y Hernán Chacón, la obra cuenta la relación entre una madre, una hija enferma y un candidato para la hija. Todo se desarrolla en la casa en donde la madre -una modista- y la hija viven y a la cual llega Víctor, un vendedor de telas que coquetea con la niña Dolores.

Como en un memorable parlamento de la obra gambariana La malasangre, Dolores lleva su destino en el nombre ya que padece un problema que le impide la relación con el pretendiente. Más allá del deseo de los tres, la relación no podrá ser posible y toda la obra será el transcurrir de un tiempo en el que se sabe que el deseo no podrá ser concretado, pero en el que se persiste acaso como búsqueda de un milagro, o como acto de fe.

Chávez cuenta una tragedia pero su narración no abandona nunca el tono amoroso sobre sus personajes a quienes dota de humor y sabiduría. La imposibilidad de la relación, el deseo -por parte de los tres personajes- de que sí pueda ser, el desgarro de saber que no y sin embargo persistir, son para el multifacético Chávez un homenaje a los que -contra todos los obstáculos- creen. “Me conmueve mucho ver gente piadosa y creyente, que pese a sus problemas sigue mirando al mundo con cierta bonhomía, con una suerte de fe, caridad y piedad”, dice Chávez.

Entre sedas y brocatos, entre una torta hecha por la madre y otra por la hija para homenajear al pretendiente Víctor, entre los ojos de Dolores que guardan un secreto y un destino marcado, entre maniquíes y silencios, entre el recuerdo de la tía Elvira que enfermó de cáncer cuando el marido la dejó, entre la evocación de un padre no católico que las abandonó, Mi propio niños Dios se mueve en un registro realista -en las actuaciones, el vestuario, la puesta en escena, los diálogos- roto por una intriga que nunca se resuelve.

No sabemos bien que le pasa a Dolores, no vemos ni lo que esconden sus ojos ni lo que sucede en la extraescena. Como espectadores estamos más cercanos a Víctor: queremos ver esos ojitos -como insiste él todo el tiempo-queremos saber que pasa, queremos entender. Y tal vez sea ese el acierto de la cuarta obra de Chávez: la discordancia en una obra en la que todo se entiende y de repente algo se escapa. La angustia de sentir que no tenemos fe para resolver ese misterio. La envidia por los que sí la tienen.