Cuando la mentira es la verdad

Por Silvia Sánchez

Yo soy mi propia mujer, premiada obra de Doug Wright, dirije Agustín Alezzo y actúa Julio Chavez, cuenta la historia de Charlotte von Mahlsdorf.

Acaba de estrenarse "Yo soy mi propia mujer”, la premiada obra del autor, adaptador y libretista Doug Wright que bajo la dirección de Agustín Alezzo y la actuación de Julio Chavez, cuenta la historia de Charlotte von Mahlsdorf, un travesti y célebre coleccionista de antigüedades de la época de Wilhelm II, que sobrevivió a los nazis y convivió con el comunismo de la Alemania oriental. Basada en un personaje “real” de Berlín del Este, la obra propone una mirada profunda acerca del poder y sus vicisitudes.

Julio Chavez es el único actor en escena e interpreta tanto a Charlotte von Mahlsdorf como a Doug Wright, el propio autor de la pieza quien relata -a partir de entrevistas con el travesti, intercambios epistolares, artículos de diarios y archivos tanto propios como de la policía secreta alemana- la vida del Charlotte y la de su propia fascinación ante ese personaje tan imponente y contradictorio a su mirada.

No hace falta decir que Chavez es un actor magnífico. No hace falta decir que a su versatilidad actoral es difícil encontrarle fisuras. Pero aunque no haga falta decirlo, es justo decirlo: Chavez es un actor magnífico. Y compone a este travesti con la sola ayuda de un collar de perlas: el resto lo hace con su cuerpo, con su emoción y con esa “mirada del mundo Chavez” tan aguda y amorosa.

El público -que a veces aplaude de pie a actores “consagrados” que lo son porque se ha institucionalizado que así sea- esta vez aplaude sin automatismo: sabe que enfrente tiene a un gran actor y por eso, agradece con un aplauso interminable esa manera de reír de Charlotte, esa forma de cruzar las manos, esas piernas inclinadas, esas inflexiones en la voz, esa mirada aguda y afilada de un hombre aurático como pocos.

En una entrevista reciente, tanto Chavez como Alezzo coincidían en que el travestismo no era el punto central de la pieza: “…el travestismo no es más que una autorización contemporánea que, en lo profundo, no toca ni revoluciona nada. Charlotte se reiría de ese travestismo…” afirmaba Chavez.

La despojada puesta de Alezzo (despojo no solo escénico sino también dramático ya que el director decidió suprimir varios personajes del texto original) invita a una seria reflexión sobre temas como el poder, la sexualidad y la posibilidad -porque no- de revolucionar desde ella.
Charlotte no es solo un travesti que atraviesa diferentes regimenes políticos autoritarios del siglo XX (y del XXI también porque se hace referencia al neonazismo), sino que es bastante más que eso. Se trata más bien de un personaje “complejo”: encantador pero sospechado de colaboracionismo para con el estado alemán, amante del arte pero moralmente dudoso, alguien que asesina su padre porque para él representa el MAL con mayúsculas, alguien que provoca amor y desilusión en dosis equivalentes. Por eso, al final de la obra, Chavez en el papel del autor Doug Wright, se pregunta acerca de cómo retratar a un enigma.
Pero esa no es la única pregunta posible y cabría preguntarse -entre millones de interrogantes que la puesta provoca- como conservar la moral ante la inmoralidad, como seguir siendo humano ante tanta inhumanidad.

En un siglo atravesado por intolerancias y persecuciones, la elección de Charlotte de travestirse acaso sea un acto moral: la elección de conservar una identidad -y no cualquiera- en el apogeo de identidades fraguadas. En tal sentido, puede ser que como afirma Chavez, el travestismo sea una autorización contemporánea que en lo profundo no revoluciona nada, pero también podría ser lo contrario.

Haciendo referencia a un personaje pasoliniano, Luis Facelli sostiene que la transexualidad es un acto que se presenta como suprema trasgresión porque implica cambiar lo dado (dejar de ser hombre para ser mujer en este caso), pero que paradójicamente, no lo es, ya que no lo logra romper con el sistema domesticador que divide a las criaturas “normales” en solo dos categorías posibles y permitidas: hombre o mujer.

En contrapartida, el travestismo es mucho más incómodo para una sociedad que, como tal, debe etiquetar: el travestismo no es ni lo uno ni lo otro, es el borde, es el descentramiento, es la propuesta de la otredad y la evidencia de cuanto cuesta aceptarla.
Por eso Charlotte posee una fascinación de la cual es difícil sustraerse: sujeto que se afirma como tal (“yo soy mi propia mujer”) en un mundo que intenta eliminarlos, sujeto cuya ambigüedad no es solo sexual (¿es hombre? ¿es mujer?) sino también moral. Y aunque el público se ría -vaya uno a saber que es lo que les causa gracia- eso es lo que hace a la puesta de Alezzo más que interesante.

“Tal vez todos, en definitiva, construimos una personalidad para sobrevivir. Tal vez, nuestras inclinaciones y gustos, las palabras que seleccionamos para hablar y hasta nuestra forma de vestir son también un acto de supervivencia”, dice Chavez.
Al final de la puesta, la madre (encarnada por Chavez a partir de la voz) le advierte a su hijo que ya es grande y le pregunta cuando se sacará ese “disfraz”. Y Charlotte dice nunca porque esa mentira es su verdad, su automedicación, la manera que encontró de construir (y construirse) en pleno carnaval de la destrucción.
Charlotte es el acto fallido de un mundo que se encargó de hacer desaparecer los cuerpos de los que eran distintos. Es la evidencia de que las “verdades” tienen agujeros. También la suya.