Contra la inmensa pena del extravío

Por editor

La señora Macbeth.

Muchos han teorizado en los últimos tiempos acerca de cuan “naturalizado” está el poder en la actualidad, de cuan silenciosamente opera, de cómo es invisible e intocable. Como si su malvado rostro solo pudiera volverse palpable en figuras del pasado: en un Marlon Brando de película, o en nombres que lo contienen de manera tan exagerada como indisimulable: Hitler, Pinochet, Videla o cualquier coleccionador de crímenes a gran escala.

Pareciera ser que en estos tiempos, un poder menos ostensible aunque no por eso menos cruel reina: el económico, el moral. Porque no el sexual.

La señora Macbeth -obra que se acaba de reestrenar en el teatro Nacional Cervantes sobre un texto de Griselda Gambaro interpretado por Cristina Banegas bajo la dirección de Pompeyo Audivert- acaso hable de los dos poderes en cuestión: del ruidoso y del silencioso, del viejo y del nuevo.
Con los ojos puestos en el Macbeth shakesperiano, el texto de Gambaro –acorde con su poética- se centra en una mujer. Esta vez la mujer de un déspota que mata en pos de un trono y al cual ella ama. La odiosa heroína de Gambaro transita desde la complicidad y acaso por amor, las complicadísimas redes del poder que en este caso asesina abiertamente. La señora Macbeth trata en vano de silenciar los crímenes horribles que la ambición de su marido lleva a cabo, pero la culpa, el dolor y los tormentos parecen -por suerte- imposibles de espantar. Como los fantasmas, que como “espectros justicieros” retornan una y otra vez, como si los cuerpos no pudieran nunca desaparecer del todo. Así sucede por ejemplo en la escena en que aparece el fantasma de Banquo (interpretado por Damián Moroni), asesinado por Macbeth.

Este poder “ampuloso” ”exagerado”, que “se ve”, encuentra su razón de ser en el intertexto de Shakespeare, aquel visionario que narró de manera asombrosa las formas excesivas acometidas por los poderosos: sangre, traiciones, muertes grandilocuentes y numerosas, fantasmas que vienen a vengarlas.
Pero al lado de aquel, el poderío cotidiano. Casi al final, la obra comienza a tocar “fibras nacionales”. La señora Macbeth anuncia “crímenes felices que traerán culpas imprecisas que caerán sobre cualquiera”. Esta señora, habla del poder que opera en el silencio, el que se esconde, el “naturalizado”. En el silencio –claro está- hasta que algo estalla. Y que cuando eso sucede precisa un rostro, un nombre, un cuerpo en el cual ejercer la venganza. Y no lo encuentra.

El trabajo de Cristina Banegas es literalmente descomunal y transita con “naturalidad” y “maestría” los dos “poderosos“ territorios. Una señora Macbeth monstruosa pero frágil, siniestra pero pequeña, ostensible a partir del uso del cuerpo y la voz pero más “concentrada” cuando la emoción la domina.
Junto a ella y además de Damián Moroni, Susana Brussa, Corina Romero y Armenia Martínez quienes ofician de brujas, o videntes, o asesoras (de acuerdo desde que modalidad del poder uno las mire).

La puesta de Audivert respeta tanto al espíritu shakesperiano (en el vestuario, en el manejo de la voz “a lo Pompeyo”) como al actual (a través de un despojo casi desesperante roto solamente por un par de telas negras y un violoncelo tocado en escena ).

El director elige para esta tragedia que los personajes y las acciones transcurran sobre una diagonal la cual es lograda a partir de la iluminación. Como si la “inclinación” fuera el tono justo y exacto para un texto que indaga en un presente atravesado por un poder “oblicuo”, descentrado, de difícil localización. Como si esa “falta de equilibrio” tuviera que ver con una lógica subterránea que talla cadáveres sin ser vista. Y como si ante semejante panorama el deber sea el de iluminar, el de arrojar mínimas certezas que apacigüen la pena del extravío actual.