Con las mejores intenciones

Por Silvia Sánchez

La omisión de la familia Coleman de Claudio Tolcachir, apela a la risa para mostrar lo trágico que pueden ser los vínculos familiares.

Rara experiencia la de asistir como espectador a la obra de Claudio Tolcachir, La omisión de la familia Coleman. Rara desde el vamos. Rara porque es una ardua tarea de negociaciones telefónicas conseguir entradas y nunca se consiguen de manera inmediata. Rara por el lugar poco convencional en donde la obra transcurre, un PH de la calle Boedo en el cual hay que tocar el timbre 4 al llegar (no es que sea novedoso realizar teatro en espacios no convencionales -algo que se viene haciendo desde hace ya mucho- lo raro aquí es que el PH de los Coleman es el último de un pasillo habitado por otros “de verdad” en donde el vecino de adelante se duerme temprano los domingos, obligando al público a caminar en puntas de pie). Rara experiencia: actores desconocidos para la mayoría de la gente, psicoanalistas que no paran de recomendarla, fanáticos que repiten el ritual de verla una y otra vez, y una chica con acento español que pide apagar celulares.

Sin embargo, el tono de La omisión no es raro, es el tono de estos tiempos: la apelación al humor para asumir lo trágico, la imposibilidad de digerir la tragedia y por eso el tamiz de la risa que la suaviza y la hace posible. Tampoco la “anécdota” es rara: la disolución social (una casa venida a menos, con el empapelado descascarado y el lavarropas que dejó de funcionar) y la familiar, como si ambas no fueran de la mano.

La familia Coleman está compuesta por una madre aniñada sin ningún tipo de autoridad aunque “con las mejores intenciones”, una abuela que alguna vez la tuvo -y aún conserva algo de ella- pero que la va perdiendo lentamente junto con su vida, y cuatro hermanos: Marito (Lautaro Perotti), Gabi (Tamara Kiper), Verónica (Inda Lavalle) y Damián (Diego Faturos). El cuadro se completa con un padre ausente, entrando los Coleman a ser una familia “de manual” hasta para un psicoanalista principiante.

En esa familia “sin ley” reina la violencia. Una violencia que se puede ver (en el comienzo son impactantes las escenas de violencia corporal sobre todo entre los dos hermanos) y otra invisible que -subterráneamente- va haciendo de La omisión de la familia Coleman una obra minada de “crosses a la mandíbula”.

En La omisión, lo que abunda es el silencio. Y lo no dicho, estalla de las peores formas: en la violencia del hijo que roba y bebe, en el olvido del cumpleaños de la abuela, en el enojo permanente y la negación al amor de la hermana menor, en el dinero para comprar “más” silencio de la hermana que intenta huir del patetismo familiar, en esa madre abandónica sin saberlo, patética sin quererlo.

“Es terrible que el silencio pueda llegar a ser culpable”, dice Marguerite Yourcenar desde el programa de mano. Y continúa: “cuando el silencio se instala dentro de una casa es muy difícil hacerlo salir, la vida continúa por debajo pero no se la oye”.

Los Coleman pueden ser cualquier familia solo que llevada al extremo, y la risa
-que se escucha en la sala y que delata una identificación- otorga una familiaridad incómoda con lo que se ve.

Mario -al parecer el hijo más patético- es a lo largo de toda la obra el menos silencioso. Sin embargo, termina solo. Acaso por eso, barrer la basura y guardarla debajo de la cama parece ser más fácil, el camino a una soledad menos evidente.

Con muy buenas actuaciones (que se valoran más a medida que el espectador entra en el código propuesto) y una muy buena resolución de las elipsis temporales y los cambios espaciales, La omisión de la familia Coleman es una experiencia que de rara solo tiene el preámbulo: lo que sigue, lo que el espectador ve, es una radiografía de lo humano. Radiografía que pone en primer plano el lugar más doloroso: el de la vida que cuando apela al silencio, toma las peores formas aunque tenga las mejores intenciones.