Caperucita

Por Silvia Sánchez

Otra vez, Daulte arremete con el amor y sus viscicitudes. Otra vez, gusta.

De la mano de Javier Daulte, el arte -el teatro más específicamente- parece haber invertido su estatuto ontológico. Porque si el arte era el disfraz que camuflaba obsesiones, deseos profundos y zonas inconfesables y hasta desconocidas de sus hacedores; con Daulte ese poder encubridor se ha tornado débil y hasta inútil, pues toda su obra lo delata sin miramientos.

Ahora, el autor delatado acaba de estrenar Caperucita, una versión del clásico “ni infantil ni porno”, como les gusta decir a las ex gambas Llinás y Flechner. Y Caperucita no solo evidencia ciertas reiteraciones temáticas (lo fantástico, la frontera en que el amor comienza a ser peligroso, los vínculos familiares) sino también y sobre todo, una manera de entender y de hacer teatro.

Al teatro sólo le interesa el teatro, es una de las premisas daulteanas que en los últimos espectáculos se ensancha sin contradicciones. Uno podrá gozar más o menos de determinadas piezas de Daulte pero uno jamás podrá decir que en ellas el teatro ha estado ausente. Y no solo porque el autor y director apele a géneros alejados del realismo, sino porque en la mayoría de sus piezas, el teatro recupera su origen de ceremonia y juego; cualidades olvidadas por un teatro que quiso representar ideas más que crearlas.

He ahí el secreto: Daulte “ha inventado” ciertas ideas que a esta altura; ya son marca de autor; ideas que lo han consagrado como uno de los directores más personales del campo teatral.

Ciertamente, “hay un lenguaje daulteano” y por lo general, es una fiesta leerlo.

Ese lenguaje suele nombrar siempre alguna experiencia lindante con lo fantástico y suele abordar también, ciertas preguntas (complejas, gordas) sobre los vínculos (familiares, de pareja, amistosos)

En Caperucita, un hombre enamorado al punto de la obsesión, acude a sus poderes hipnóticos para conquistar a Silvia (Valeria Bertucelli), una chica criada por un matriarcado que al parecer, ha tenido poca suerte con los hombres (su abuela agoniza en soledad en un hospital y su madre no logra retener a ningún hombre, ni siquiera a los que le paga para tener sexo).

Allí, el lenguaje recurrente. En ese personaje compuesto fantásticamente (ya que hablamos de Daulte) por Héctor Díaz (a propósito y dicho sea de paso, en ¿Estás ahí? también estaba enamorado y creía ver fantasmas) y en esa idea que torna al amor difícil, incluso al mejor intencionado (en Nunca estuviste tan adorable, unas de sus piezas más celebradas, Daulte ponía en escenas ciertas debilidades del amor y se proponía no solo perdonarlas sino incluso, adorarlas). En tal sentido, no solo el amor del pretendiente se vuelve complicado; también lo es el de esa madre (Alejandra Flechner) mandando a su hija a ver a la abuela agonizante sabiendo que el lobo está cerca y que el peligro acecha. Idea que ha desvelado al director a punto tal de ser la punta del ovillo de esta nueva puesta.

¿Cómo podrá ser que una madre someta a un hijo al peligro? ¿Qué tiene que ver con el amor el desamor?

De preguntas tan áridas como las anteriores y de comprensión frente a posibles respuestas poco amables, el teatro de Daulte está lleno.

Con muy buenos trabajos actorales (esa abuela interpretada por Llinás con matices muy bien logrados, la desmesura exacta de la Flechner creando a una madre tan patética como ininputable, la contundencia de Bertuccelli tan particular y la cordura tan absurda de Héctor Díaz) y una escenografía que alimenta la teatralidad de la puesta, la dramaturgia y la dirección de Daulte se potencian creando un mundo lúdico, lúcido y sobre todas las cosas, amoroso.