Ala de criados

Por Silvia Sánchez

Notable texto de Mauricio Kartún que dialoga con El niño argentino y que tiene excelentes actuaciones.

Sumergirse en la cabeza de Mauricio Kartún es algo así como desentrañar los vericuetos de la poesía. De su poesía. Es algo así como entender el modo en que “se cocina ese asunto de escribir teatro”. Sumergirse en la parte dramatúrgica de su cabeza, claro está.

Este hombre, que insiste todo el tiempo con que no es director sino “que se hace el director”, que le ha dado al teatro muchos de sus textos más bellos, que ha logrado la imposible gracia que todos lo quieran, que tiene pinta de buen tipo; este hombre tiene un amor reverencial por las palabras.

Según él mismo afirma, “hay dos grandes máquinas en la cabeza de un dramaturgo: una que crea la acción y otra que crea el mundo y las imágenes que lo pueblan; el valor está en esta última, ése es el campo del autor”.
De imágenes, mundos y palabras está colmado el teatro de Kartún.

Una foto de Mar del Plata a principios de siglo y un club de tiro a la paloma junto al mar fueron esta vez las imágenes que irrumpieron con fuerza demoledora reclamando un mundo y un lenguaje. Y fueron además, el germen de Ala de criados, pieza de Mauricio Kartún que después de casi un año de trabajo, se acaba de estrenar en el Teatro del Pueblo.

Pancho, Emilito y Tatana son tres primos que tienen entre sí una solidaridad algo particular, una especie de lealtad poco común que no por eso deja de ser tal.
Moldeados por el brillo europeo y un abuelo omnipresente, conversan de espaldas al Torreón y alejados del ruido de las masas que, en la ciudad, claman por algo más que pan. Tal vez porque esos “negros” ni siquiera los rozan, Pancho, Emilito y Tatana visten de un blanco inmaculado. Son lisa y llanamente, los representantes de esa elite ilustrada, de esa civilización bosquejada por Sarmiento allá por 1845.

Lejos de planteos maniqueos, Kartún envuelve a esos seres con cierta aura, volviéndolos lejanos y familiares a la vez. No hay condena moral para ellos porque la obra se juega en un terreno mucho más profundo y complejo que el ideológico. O mejor dicho, porque lo ideológico se juega en capas más profundas (y más revolucionarias, porque no) que las discursivas. Es más, hasta hay cierta simpatía con esos “bichos”, experimentada por el espectador a partir de las ocurrencias de Emilito o de la mirada a los ojos de Tatana.
Como figura contrapuesta a la de los hermanos, Pedro, el criado, un “bárbaro edulcorado”, uno de esos a los que hay que temer porque a diferencia de los bárbaros sin edulcorar, tiene ambiciones que exceden a la de un plato de comida. Morocho que seduce sin miramientos hasta conseguir lo que quiere y que luego abandona, acaso Pedro sea la representación de esa clase media capaz de vender a su propia madre con tal de salvarse, hermanado con la traición porque para él “el progreso es engañifa” (cualquier semejanza con la realidad es “impura” ficción).

Con el telón de fondo de la Semana Trágica y a las puertas de un club de tiro a la paloma, las fuerzas antagónicas desean desmesuradamente, con ese aire chejoviano al que Kartún rinde homenaje, como eso latente que impregna el relato de La ciénaga y que solo estalla al final, con la muerte

Sólo que aquí, además de desear, los personajes se hacen cargo de ese deseo: le ponen el cuerpo. Tal vez por eso, Ala de criados sea una obra política: porque lo que está en juego es en definitiva el cuerpo y porque el poder se inscribe en él de todos los modos posibles. Siempre. Y no sólo está en juego el cuerpo individual (el de Tatana, feliz con el bomba-bomba de Pedro o el de Pancho, saciado) sino también el cuerpo social, ése que teme desintegrarse frente a una masa que no sabe hacer otra cosa que, paradójicamente, poner el cuerpo “para laburar”.

Había que encontrar actores que –valga la redundancia– fueran capaces de ponerle el cuerpo a un texto tan denso –en tanto espesor de sentidos– y tan potente; actores que pudieran también escribir imágenes, ahora desde sus voces, sus miradas, sus entonaciones, sus sudores. Alberto Ajaka, Esteban Bigliardi, Rodrigo González Garrillo y Laura López Moyano han encarnado a sus criaturas, con trabajos tan sólidos como personales. Lo mismo vale para la escenografía de Graciela Galán y el vestuario de Gabriela Fernández.

Entre todos han creado un universo que, desde su imagen inicial, apela a la metáfora, aunque la primera declaración de la puesta se manifieste en contra de ella: un ancho de espada para empezar, la invitación a recorrer un universo en el que –se nos alerta– no es conveniente creer ciegamente, aunque sí creer.

Cuando alguien concibe de la nada un mundo, cuando ese mundo abre otros y por eso deviene metáfora, cuando esa metáfora toma partido y se torna poéticamente política, y cuando esa ficción encuentra su anclaje en el cuerpo de actores que además la engordan, sucede eso que, dicen, se llama arte.